viernes, 13 de junio de 2008

lecturas 2008 - XIV

Chesil Beach (Ian McEwan)
Tienen poco más de veinte años, y se conocieron en una manifestación en contra de las armas nucleares. Florence es una chica de clase media alta, su padre es un exitoso hombre de negocios y su madre una activa profesora universitaria, y viven en una casa donde se comen quesos franceses y yogurt, un alimento exótico para la época. Edward, en cambio, pertenece a una familia que apenas se sostiene en la zona baja de la clase media; su padre es maestro y su madre, tras un insólito, imprevisible accidente, vive desde hace años en una nebulosa. Y en su casa no hay comidas caras o extranjeras, las camas nunca se hacen, las sábanas rara vez se cambian, ni se limpian los lavabos. Florence es violinista, y Edward ha estudiado historia. Y ambos son inocentes, el chico siempre tira y la chica nunca afloja, se han casado. Es un día de julio de 1962, un año antes de que, según Philip Larkin, en Inglaterra se empezara a follar, cuando El amante de Lady Chatterley aún estaba prohibido y no había aparecido el primer LP de los Beatles.
Edward y Florence van a pasar su noche de bodas en un hotel junto a Chesil Beach, una playa de guijarros de distintas formas y texturas, y de diferentes eras geológicas, unas piedras que dibujan en el suelo un mapa del tiempo. Y lo que sucede esa noche entre estos dos inocentes, estos jóvenes esposos de una clase social y unos años donde hablar sobre problemas sexuales era imposible, es la materia con que McEwan construye su chejoviano, delicadísimo, terrible mapa de una relación, del amor, del sexo, y también de una época, y de sus discursos y sus silencios.
Así empieza...
Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor era de un blanco inmaculado y de una tersura asombrosa, como alisado por una mano no humana. Edward no mencionó que nunca había estado en un hotel mientras que Florence, después de muchos viajes de niña con su padre, era ya una veterana.
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McEwan nunca decepciona

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